-Moraleja-dijo el narrador-: la locura es una flor en llamas. O en otras palabras, es imposible inflamar las cenizas muertas, frías, viscosas, inútiles y pecaminosas de la sensatez.

Angela Gorodischer
en La resurrección de la carne.

29.1.12

Limpieza

El taxi partió llevándose la silueta del chiquitín llorando y saludando al mismo tiempo. Yo hice lo mismo hasta que lo perdí de vista.
Me di vuelta y estaba el perro abandonado y mi hijo mirándome.
Buf...qué bajón, dije secándome la cara. Vamos a darle de comer a este perro, parece que tiene una pata quebrada.
Entré dispuesta a no pensar. Sabía que si me quedaba con la imagen del Rufo en el taxi, mi domingo acabaría en la cama. Y se venía tormenta. Y se venían los pendorchos, como les dijimos en joda con la madre del Rufo a los jóvenes que poblarían la casa desde el lunes.
Mientras buscaba qué darle al perro, pensaba en el cambio de sonidos que se produciría al día siguiente. Con suerte rock'n roll y risas. Pero eso era al otro día. Dejaría que el tiempo me dé la sorpresa.
Encontré unas galletas que dejó el Rufo mordisqueadas. Esto le va a gustar, pensé. Si le gusta al Rufo, que es casi un cachorrito, con sus instintos abiertos, su franqueza, su inocencia...Le llevé al perro las galletas. Mi hijo me dijo que a los perros les hace mal el chocolate. Si tiene que morir, que muera con un poco de placer en la boca, le contesté, mientras las partía adelante de su hocico. El perro se las manducó todas desesperado. Me reí de la idiotez de haberlo perseguido con un bote de agua en la mano que rechazaba todo el tiempo. Hambre. Tenía hambre! No sed. Qué tontos que somos los grandes a veces. Qué tontos los humanos, los que ya dejamos de ser cachorros.
Me metí en la casa y miré la hora. Faltaba poco para la salida del micro. Ojalá viajen bien, pensé. Ojalá el Rufo haya dejado de llorar y se duerma.
Inmediatamente comencé con el operativo limpieza que le había prometido a la madre del Rufo. Para que mañana los pendorchos tuviesen la casa en orden...qué buena palabra...pendorchos! ¿Sería por pendejos y cabezas de corcho? Habría que ver, qué quiso decir la madre del Rufo al llamarlos por ese mote.
Agarré las sillas y las empecé a subir, una por una a la mesa de la cocina, lenta y meticulosa. Quería extender la limpieza lo máximo posible. Tan larga como el viaje del Rufo y su mamá. Así ya, cuando terminara, me iba derecho a la cama y no lloraba más. Ellos ya estarían lejos y yo, volvería al silencio, a mis libros y escritos. A mi soledad compartida con adolescente.
Y limpié, limpié, y limpié, hasta lo más pelotudo. Hasta la botella de aceite de oliva. Así de obsesiva me puse. Cada tanto miraba la hora y pensaba por dónde andaría el micro. Ni un mate. Ni un trago de nada. Limpié hasta que me ardieron los pies. Hasta que se me acalambraron los dedos. Hasta que el olor a cera y lejía sellaba los ambientes. Se fue haciendo de noche y yo cada vez más contenta. Lo lograría. Llegaría con ellos a mi cama. Ellos a su casa. Yo a mi cama. Borrón y cuenta nueva.
Así fue como pasé toda la tarde. Recogiendo pedacitos de historias que vivimos. Sonidos desperdigados por la casa. Olores que el Rufo ya no emanaría. Ni el Rufo ni su madre.
Llegué a las nueve. Me duché y vi el cielo que ayer mirábamos los tres. Ese  cielo con una luna africana o musulmana. Ese cielo tan Magritte que cobijaba dos estrellas. Parecía el Rufo y nosotras dos. Los tres en el cielo de un atardecer de verano que nunca, yo sé, nunca lo vamos a olvidar.


Al Rufo y su madre, a B y K. Los voy a extrañar.

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