-Moraleja-dijo el narrador-: la locura es una flor en llamas. O en otras palabras, es imposible inflamar las cenizas muertas, frías, viscosas, inútiles y pecaminosas de la sensatez.

Angela Gorodischer
en La resurrección de la carne.

18.10.11

La cosa gris

Ella sacó su boleto, se sentó y se acomodó para un sueño de largo viaje, pero el bondi no era cómodo, así que no le quedó otra que mirar por la ventanilla, de costadete , como diría su padre. No estaba mal mirar la vida de costado. Te da otra visión de todo. Nada se toma en serio, o no tanto por lo menos, que ya es mucho.
Lo primero que vio fue un auto con el techo sucio, le llamó la atención, porque en su interior había un tipo tratando de sacarse el saco del traje, apurado, antes de que el semáforo se pusiera en verde. Su hijita, no tenía pinta de pasajera de remis, en el asiento de atrás, se revolvía el pelo, y tenía un uniforme escocés, de esos de colegios privados. Privados y caros. Qué raro que un tipo de traje y corbata gris azulada sobre una camisa impecablemente planchada tenga ese auto tan sucio pensó. Pero el semáforo dio la luz verde y como el auto era de los nuevos arrancó más rápido que el colectivo y se perdió de su vista. El sol le daba completamente en la cara lo que le daba más sueño, pero igualmente no llegaba a los niveles de calor requeridos para constituirse en somnífero natural y así poder dormir, pensó en el agarramanos de plástico encajado en su cabeza, y maldijo brevemente los nuevos tiempos, antes los asientos de los colectivos eran mullidos y altos, las cabezas apoyaban en la cuerina y quizá lo único que molestaba era un par de ribetes que tenían para subrayar el cambio de color, pero si se mantenía la cabeza firme en el centro, entre el cambio de colores y sus ribetes, las siestas eran lo mejor para acelerar viajes que duraban una hora como mínimo, cuando se debía cruzar la gran ciudad. Vio desde su posición pasar a varios autos sucios, techo, capó, cristales. Raro. Muy raro. En esa ciudad la competencia por tener un auto reluciente era sumamente conocida. Quizá la conciencia limpia no importaba tanto como el lustre del auto, o de los cristales de la casa. Para esa sociedad era un punto de importancia. Dime como brillan tus objetos y te diré cuánto vales. Se acordó del libro de Saramago, el de la basura, que no recordaba cómo se llamaba.  Comenzó a ver de pronto toda la ciudad sucia. Con una capa gris sobre todas las cosas. Se dio cuenta por qué el sol no la dormía. Por qué no la calentaba si le daba de lleno en la cara. Pasó el dedo por la ventanilla del bondi y se quedó con una finísima capa de algo gris, que le hizo despegar inmediatamente la cabeza del  agarramanos de plástico que tanto la incomodaba. Miró hacia su alrededor para ver si alguien la había visto pasar el dedo por la ventanilla y quedarse así, con el dedo erguido y enfrentado a sus ojos, inutilizable por esa capa gris, de algo que ella desconocía y que aparentemente a nadie le llamaba la atención. Se sintió aturdida. Y si era capaz de ver algo que nadie veía? Y si estaba llamada a algo superior, un entendimiento clarividente que le habían otorgado vaya a saber quiénes por decidirse a salir de su casa, sin dormir la siesta y aventurarse en el terreno urbano de esa ciudad de mal nombre que los engullía a diario a todos los que se aventuraban a salir de sus casas, pero que con la costumbre de hacerlo habían perdido la capacidad de observar? Buscó en su bolso un pañuelito de papel donde poner el polvo recogido que todavía tenía en la punta de su dedo. Haciendo malabares consiguió sacar uno sin utilizar la mano derecha que tenía el dedo con la mágica sustancia que la hacía distinta. Se imaginó llevando la muestra a un laboratorio , las portadas de los diarios hablando de ella, los periodistas agolpados en la puerta de su domicilio.
Al fin era alguien. Al fin, su destino se había revelado y le mostraba su misión en esta vida absurda y sin sentido. Al fin era premiada por algo que la haría reconocida a nivel mundial. El mundo le estaría agradecido por su revelación. Ya nadie volvería a salir de sus casas, sin tomar recaudos frente a esa cosa gris, que quién sabe que contaminantes tendría en su composición, que enfermedades produciría, que malformaciones provocaría en las generaciones venideras. Muy contenta guardó con cautela el pañuelo que contenía la sustancia, en el monedero del cual vació todo su contenido en el fondo del bolso, para que no se contamine con ningún metal, ni papelucho intrascendente. Llevaba sobre su falda la muestra del gran misterio. Miró de pronto hacia afuera para ver por dónde andaba, le parecía que habían pasado siglos desde que subió. Todavía, por suerte, no había llegado a destino. Miró hacia la gente que se apretujaba ya, miró a las chicas  que la molestaban depositando en su hombro el peso de sus mochilas. quiso advertirles que tengan cuidado con ella, que era la futura benefactora de la humanidad, pero algo la contuvo. Un exceso de humildad tal vez o una curiosidad malsana por saber de qué estupideces hablaban sin importarles la verdad, lo esencial de la existencia humana. Mi viejo no pudo viajar hoy. Ah no? No, no salió el vuelo, así que volvió a casa con una mala onda... Uh, y entonces qué. Nada, que no me dejó ir a lo de Cristian. En serio? qué mal! Sí... no me hables, odio la ceniza, la odio con toda mi alma, que tengo que ver con ese volcán de mierda, decime, eh?
Ella metió la mano en el bolso y sacó despacio el pañuelito doblado. Lo abrió y miró por un rato no muy largo la cosa esa gris, que se había empastado con la pulpa del papel. Lo arrugó con fuerza haciendo un bollo. Quiso tirarlo por la ventana. Pero se dijo que no. No estaba bien tirar cosas a la calle. Lo volvió a abrir y lo sacudió entre su piernas, miró al cielo. Ya no había sol. El cielo estaba completamente gris. Le pareció ver una llovizna incipente. Tan incipiente como el calor húmedo que le apretaba los ojos y no la dejaría dormir.

Dedicado a Daniel el adiestrador.

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