-Moraleja-dijo el narrador-: la locura es una flor en llamas. O en otras palabras, es imposible inflamar las cenizas muertas, frías, viscosas, inútiles y pecaminosas de la sensatez.

Angela Gorodischer
en La resurrección de la carne.

5.1.10

Los caminos de la vida



Siempre viajaron juntos, pero también siempre lo dejó partir . Desde chiquito. O siempre ella se fue de viaje. Era común entre ellos dos.
La rutina de dejarlo solo, con todas las seguridades chequeadas la había cumplido paso tras paso. Hasta le metió la estatuilla de Kwan Yin en el bolso. Todo estaba bajo control.
Menos sus lágrimas.
Esta vez , no sabía por qué, las sentía en la cara, avergonzada, como si nunca antes hubiese llorado. Como si no las conociera. No quería que él las vea. Se indignaría o preocuparía al divino botón.
Le venían flashbacks de otros tiempos. Tanta vida transcurrida juntos.
La primera vez que lo dejó en un micro para ir a una colonia de verano. Y la leche fría con chocolate, sobre la mesa, al volver del sindicato. Los llamados desde New York en el Olcott, y su amigo esperándola sin decir nada, que terminase de hablar. Eran unos minutos, pero eran como el aire para ella. Escuchar su voz aguda, de cuatro años, graciosa y hasta femenina a veces, diciéndole, yo estoy bien. La vez que volvió de Córdoba, la primera separación larga que tuvieron. Estaba nerviosa en Retiro esperando el micro, y cuando lo vio se echó a llorar de emoción, tenía cara de dormido y un gorro con los colores de un equipo de fútbol que ella no conocía, y que le había comprado su padre. Los cachetes rojos y los ojos azules bien achinados , del sueño. Cuando la vio desde arriba, abrió los ojos grandes como dos cielos de marzo y le sonrió. Y siguió el desfile, ya más grande, con muletas en el aeropuerto , esperando un avión, que lo lleve a la isla de Tenerife. Y todavía más , cuando a los diez lo despidió con un chocolate, porque quería ir al mar de su casita, después de cuatro años de ver un mar distinto, un mar turquesa, pero ajeno.
Qué era lo que desencadenaba tanta lágrima en esta partida, si siempre lo hizo casi feliz?

Quizá era la altura que no le dejaba hacerle los símbolos de protección en la frente. Ya la pasaba más de veinte centímetros. Ya tenía la voz ronca. Ya no la necesitaba. O por lo menos, lo parecía. Hasta le fastidiaba su presencia. Llevaba la mochila y el pequeño bolso ,él mismo. No la necesitaba. Le dijo que se fuera, que ya estaba.
Le molestaba que alguien notara que era su madre. Ella le dijo que muestre la autorización al chofer. Éste ni siquiera se la pidió.

Se despidió con un pasala bien. Y se fue a comprar cigarrillos. Y a llorar tranquila, lejos de él, sin que la viera. Después se quedó en la calle, esperando que saliera el micro, para verlo una vez más.
Cuando el micro pasó a su lado y él la vio allí, todavía de pie en la vereda, le sonrió.
La V de la victoria fue lo último que vio.
Y su sonrisa insinuada. Parecía la que tenía cuando subió a los dos años al micro de la colonia de vacaciones. Aunque sabía bien, que la sonrisa era porque al fin se libraba de ella.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Se que lo que encontraste está echo de materia pura, jamás se corromperá. Y podrás volver un día. Si fue solamente un momento de luz, como la explosión de una estrella, entonces no vas a encontrar nada cuando vuelvas. Pero habrás visto una explosión de luz. Y esto sólo valió la pena"

por favor , no estés triste

un fuerte abrazo
laura